La Vera Cruz que fue por dentro

Tras consultar las previsiones con los expertos meteorológicos, la hermandad del Lunes Santo optó por suspender la salida del desfile de las Siete Palabras, que se desarrolló por el interior de la Catedral

«Tras consultar con los expertos y deseando preservar nuestro patrimonio y la salud de nuestros hermanos, nos vemos en la obligación de suspender la procesión. No nos aseguran que no haya lluvia, aguaceros, y entonces tenemos que suspender». El reloj marcaba las 21:54 horas y, cariacontecido pero sereno, José Luis Cueva, flamante secretario de la hermandad del Cristo de la Vera Cruz, anunciaba desde el ambón del Evangelio de la Capilla Mayor de la Catedral la noticia que a ningún dirigente nazareno le gusta nunca transmitir. Aproximadamente media hora antes, cuando hubiese tocado comenzar el cortejo según el horario que se iba a a estrenar en 2024, el representante y presidente ejecutivo de la procesión, Manuel Ferreros Salmerón, explicaba que habían hablado con la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET) y que iban a postergar unos 30 minutos la decisión de salir o no a las calles.

El desenlace no sorprendió a los hermanos. Todo estaba preparado (tras la tradicional misa previa se habían colocado la rosa roja en memoria de los fallecidos y la reliquia del Lignum Crucis) pero el ambiente que se respiraba en la seo era de anticipada resignación y fastidio. Las lluvias habían regado incesantemente la ciudad durante gran parte de la jornada del Lunes Santo y, según la información transmitida, no había garantía de que se fueran a disipar o no regresaran. Por ello, y en un bienintencionado ejercicio de prudencia, se optó por desarrollar el cortejo en el interior del templo. Tal como estaba advertido, no se permitió por seguridad el acceso del público: fueron los hermanos y otros participantes los únicos espectadores in situ, aunque gracias a los medios de comunicación y la señal audiovisual producida por la Junta de Cofradías se puedo seguir en la distancia el breve itinerario y las prédicas en torno a las Siete Palabras. No fue lo mismo, claro, pero bendito sucedáneo.

La noche hizo de la necesidad virtud

La procesión fue por dentro. La noche hizo de la necesidad virtud y se contagió de la abrumadora belleza de la nunca suficientemente ponderada y reivindicada Catedral de Cuenca. Góticas, renacentistas, barrocas y abstractas alhajas del mejor arte sacro -ese que emula al Creador para servirle y entenderle- decoraron con su secular hermosura la proverbial austeridad del Cristo y de su corporación. A falta de fieles, curiosos o indiferentes contemplando desde las aceras, la concurrencia la constituyeron las criaturas de los Yáñez de la Almedina, Torner, Tiedra, Jamete, Marco Pérez (allí estaban, por ejemplo, La Borriquilla y el Yacente), Francés, De Vargas y Ventura Rodríguez, ente otros. No es mala audiencia tampoco. 

Con una agilidad que pareciera ensayada, pronto se ordenó en formación el cortejo. En su recorrido dio una vuelta sobre sí mismo, con origen y destino en la nave lateral sur, circunvalando la girola. Todo con idéntica dignidad a la que hubiese desplegado en las calles: cambió el dónde y el cuánto, pero no el cómo.

La Cruz de Guía, restaurada por el belenista Jesús Martín de los Santos, pudo verse en estático. Se mantuvieron por su parte la Cruz Parroquial y la habitual representación de las cofradías homónimas y homólogas de La Peraleja y Villar de Domingo García. También se escuchó el tañido de la campana, que tuvo que conformarse con ser escuchada entre los históricos muros, sin expandir su sonoridad como hiciese en el traslado de hace dos días, que fue la única ocasión de ver al aire libre al Cristo de la Vera Cruz. Lo mismo le sucedió al tambor ronco que marcó el paso. No fueron filas numerosísimas pero sí que reseñables las que configuraron el peculiar itinerario. Entre los asistentes algunos niños que por primera vez, según lo aprobado recientemente, podrían llevar el rostro descubierto sin capuz.

«Nunca es demasiado tarde para arrepentirse»

El arameo del Coro Alonso Lobo marcó el inicio del rito. Luego llegarían los latines, que competían con aquellos inscritos en sepulcros y capillas, marcaron el inicio del alternativo rito. El primer sermón, como estaba previsto, lo pronunció José María Yanguas, obispo de la Diócesis conquense, quien al finalizar la Eucaristía previa había recibido un regalo de la hermandad, un cuadro, por haber acompañado y participado en la procesión en los últimos 18 años. No habló a las puertas de la Catedral, como estaba pensado, sino en las inmediaciones de la Capilla de San Martín. «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Primera palabra del Mesías en la Cruz. «Sabe muy bien Jesús del pecado de los hombres (…) pues está padeciendo por él», reflexionó el prelado, quien en palabras alejadas de la ñoñez confortable recordó que «pedir perdón implica haber pecado, el pecado existirá siempre aunque sea perdonado». Y glosó como Cristo «trata de quitar gravedad al pecado de los hombres, lo que habla de la grandeza de su corazón».

La Segunda Palabra («Hoy estarás conmigo en el paraíso»), precedida y secundada por la música coral que brillaba más que nunca en tan propicio auditorio, tuvo de predicador al hermano Armando Martorell. Tendría que haber sido a las puertas de las Esclavas del Santísimo Sacramento, en la Anteplaza, pero fue a la altura de la Capilla Vieja de San Julián. «Dios no se cansa de perdonar, nosotros somos los que nos cansamos de pedir perdón, de seguir a Jesucristo, de vivir con Él, de estar junto a Él», proclamó para ahondar en ese mensaje de esperanza: «Jesús nos enseña que nunca es demasiado tarde para arrepentirse y encontrar el camino hacia la salvación. Nos recuerda que, sin importar nuestras circunstancias o nuestro pasado, siempre podemos hallar la esperanza en su amor incondicional». La noche quiso lavar y limpiar las conciencias como las concienzudas precipitaciones habían estado lavando y limpiando las calles y plazas de la ciudad.

La Tercera Palabra («Mujer, ahí tienes a tu hijo». / «Hijo, ahí tienes a tu madre», se convirtió en una atinada vindicación de la maternidad a cargo del hermano Eduardo Ortega. «¿Quién puede negar que el corazón de una madre lo es prácticamente todo? (…) Una madre es creadora de vida (…) Es una mujer valiente, luchadora por naturaleza que conoce la más absoluta alegría y el más profundo sufrimiento. Y al igual que María estuvo al pie de la cruz, nuestras madres están en pie junto a nosotros allá donde vayamos». Fue la suya asimismo una exhortación a la responsabilidad de honrar el Cuarto Mandamiento «Nuestros padres merecen nuestro respeto, son dignos de ser admirados, a nuestros padres debemos honrarlos, así como Jesús lo hizo hasta el último momento de su muerte. Porque ellos nos han regalado nuestras vidas. Debemos enorgullecernos estén donde estén», sostuvo ante la Capilla de Nuestra Señora del Sagrario.

«Danos fuerza para acabar con tantas soledades suicidas»

La cuarta prédica de la noche correspondió a Ana Montserrat Lara, teniente hermana mayor, que habló ante la Capilla del Transparente, donde reposan los restos de San Julián. «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» era el punto de partida.  «Cuántas veces a lo largo de nuestras vidas nos hemos sentido reflejados todos nosotros en estas palabras de Jesús. Cuántas veces hemos pensado eso mismo que nuestro Padre clamó al cielo en un desesperado grito de sufrimiento. (…) Pienso en todas las personas que están padeciendo guerras y conflictos, en todas las personas que alguna vez han perdido a alguien que amaban por una dura enfermedad, un accidente o la mala decisión de otra. Pienso en muchos jóvenes, que perdidos intentan encontrar la felicidad en lugares donde nunca la podrán hallar», meditó. «Pero tú, Señor, estás cerca de nosotros. Nunca nos abandonas, y menos cuando sufrimos. Porque sabemos que dentro de una agonía, hay una mayor gloria, como hizo tu Padre contigo. (…) Gracias, Señor, porque con tu muerte me has devuelto la vida», concluyó.

El hermano mayor de este año, Joaquín Racionero, fue el quinto de los predicadores, casi a las puertas de la emblemática Capilla de Santiago. Las palabras «Tengo sed» fueron catalizadoras de una microhomilía de gran hondura filosófica y teológica en torno al nihilismo y la esperanza. «Cristo de la Vera Cruz, danos fuerza para acabar con tantas soledades suicidas que clavan sus raíces en este imperio bárbaro de esta Babilonia de nuestro tiempo armado hasta los dientes vicioso y desalmado, fue su contemporánea oración. Un ruego extenso e intenso que escalofriaba el alma como el aire procedente de Patio de la Limosna escalofriaba el cuerpo. «Ayúdanos a no desertar ante lo que debemos hacer a unirnos estrechamente a Ti, a desenmascarar la falsa libertad que nos quiere alejar de Ti. Ayúdanos a aceptar Tu libertad comprometida y a encontrar en la estrecha unión contigo la verdadera libertad. Que tu sed de libertad traiga consigo el maná de tu Luz que este mundo anhela, que irrumpa desde el interior de la conciencia para ayudarnos a vibrar en un mundo nuevo».

Los banceros de la Vera Cruz se libraron, muy a su pesar, de las exigentes maniobras de la calle del Peso pero para que no las echaran de menos tuvieron el angosto reto de superar las estrecheces impuestas por un andamio. Lo hicieron con nota, sin dar la nota, como nadie fue tampoco estridente en su decepción meteorológica.

Al llegar la imagen a la Capilla de los Caballeros, plan B del púlpito del Convento de la Concepción Francisca, el hermano Luis Antonio de Lerma, pensó y rezó en voz alta sobre el «Todo está cumplido». Una apelación humilde y retadora en un lugar donde tantas han sonado a lo largo de los siglos. «¿Y nosotros? ¿abrazamos la cruz de cada día y seguimos el camino que Él nos enseñó? O salimos huyendo y nos refugiamos en nuestra pereza, nuestra lujuria, nuestra cobardía, sin querer esforzarnos por seguir fieles a Él. Hermanos nazarenos de Cuenca, como dijo San Juan Pablo II, ¡No tengáis miedo! Jesús está a nuestro lado, guiándonos, ayudándonos en nuestro caminar. Aunque caigamos, Él nos levantará, aunque dudemos, Él nos confortará, aunque nos perdamos, Él nos encontrará y nos hará ver que el inmenso amor del Padre nos espera al final del camino».

La presidencia institucional la ejercieron la primera teniente de alcalde, Saray Portillo, por parte del Ayuntamiento y el representante de la Soledad del Puente, Francisco Ruiz. La eclesiástica, José María Martínez Cardete, el consiliario de la cofradía.

Ante el Arco de Jamete, esa cumbre del plateresco, marcó el territorio de la Séptima y Última palabra, «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu». El párroco de San Esteban y vicario general de la Diócesis, Antonio Fernández Ferrero, evangelizó con tino. «Las manos de Dios Padre están hechas para socorrer a sus hijos. Son fuertes y delicadas. Son las manos que nos han creado y nos cuidan. En ellas descansamos. ¿Dónde vamos a estar más seguros?», catequizó. Y llevó a los presentes a «nuestro último instante» que, según defendió, «estará lleno de un gozo y una paz indecible si podemos decir ‘Todo está consumado’. Lo que tú querías es lo que he pretendido hacer. Qué gozo decir, He peleado en buen combate. Recuerda que al término de la vida no estarás en una fría tumba sino en las manos de Nuestro Padre, Dios».

Manos… Uno de los oyentes, más bien escuchantes, de esas palabras fue José María Albareda, cartelista de la Semana Santa de Cuenca de 2024, quien precisamente eligió las manos de la Soledad de San Agustín para anunciar la Pasión conquense y siempre ha ensalzado el carácter trascendente y simbólico de esta parte del cuerpo.

Cumplidas las reflexiones, meditadas las Siete Palabras, el Cristo superó el Coro -lugar- para completar su recorrido y el Coro -agrupación- junto al resto de los presentes entonó el Miserere de clausura. Fue sobre las 23:20 horas y marcó el «Hasta el año que viene». Y que sea fuera, en la calle, sin nubes ni amenazas, para liberar y distribuir tanta belleza. 

GALERÍA FOTOGRÁFICA DE LA PROCESIÓN: