Ya empieza a oler a Semana Santa en las cuestas de Cuenca. Puede que no con el olor a cera, pero sí a incienso. Y puede que no por el Casco Antiguo, si no por las calles de San Antón. Pues hoy, primer viernes de Cuaresma, se ha celebrado el tradicional Vía Crucis de Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.
Comenzaba la cita en la iglesia de la Virgen de la Luz, donde la imagen del Señor esperaba la llegada de los fieles que, poco a poco, iban llegando incluso con media hora de antelación al templo. Momentos de penumbra y silencio perfectos para la reflexión ante las imágenes del Jueves Santo.
Monseñor José María Yanguas ha oficiado una Misa que ha contado con el acompañamiento musical del Coro de Cámara Alonso Lobo. Voces que, en más de una ocasión, han provocado que el público se girase a mirar al coro para comprobar que lo que oía era cierto.
Dos momentos de esta agrupación han destacado por encima de todos: el estreno de la misa «Sepulto Domino», compuesta por su director, Luis Carlos Ortiz; y el Miserere del final, que ha provocado más de un escalofrío de emoción.
Puntuales, a las 20:00 horas, se abrían de par en par las puertas del templo, dejando ver a la multitud de centenares de personas cómo los banceros sacaban poco a poco la imagen a la calle. Las luces de los móviles competían con las de las velas de los penitentes para ver quién iluminaba más la imagen del reo.
Antes incluso de comenzar a subir por el particular Gólgota de este Vía Crucis, el «Trío de Capilla Ciudad de Cuenca» ha empezado a sonar, marcando el ritmo a los banceros con las armonías creadas con tan solo un oboe, un fagot y un clarinete. Y comienza la subida, generando la misma imagen que Diego Forriol imaginaba para el cartel que anunciaba el Vía Crucis.
La calle de San Lázaro ha sido testiga de la primera estación, en la que se ha instado a los fieles a tener fortaleza ante los que nos calumnian y a dedicar nuestra vida al amor. Después se ha girado hacia las estrecheces de la calle Belén. Curiosamente, el lugar donde se representa la muerte de Cristo comparte nombre con donde nació.
Ahí se ha hablado sobre cargar con las cruces personales de cada uno, se ha pedido que ayudemos al prójimo cuando cae, se ha recordado a las familias que tienen miembros enfermos a los que cuidar y se ha hablado del miedo de no tener a nadie cerca.
Los recovecos y cuestas hacían difícil la subida, con los banceros bajando la imagen para pasar por debajo de los cables y girando con cuidado y maestría para no rozar; mientras los fieles, incansables y aún por decenas, se apelotonaban para poder siquiera ver al Amarrado girar una nueva esquina.
Palabras de generosidad para ayudar a los necesitados como hizo el Cirineo con una cruz literal, y de necesidad y solidaridad con el sufrimiento, como la Verónica que enjugó la cara del Señor.
Se dejan atrás las calles de los Hermanos Pérez del Moral y del escultor Federico Coullaut Valera, que comparte procesión el Jueves Santo con esta imponente talla de Marco Pérez. Y así se llega a lo alto del camino. A la mitad del recorrido.
La séptima estación, la que nos hace pensar en los propios pecados con la segunda caída de Jesús. Desde ahí se puede ver una gran parte de Cuenca, en el fondo y a lo lejos, ajena a la carga que se está llevando en San Antón.
Tras una maniobra para dar la vuelta, los banceros encaran la bajada, abriéndose paso entre los fieles que han abierto un pasillo para poder caber. Y con cuidado de no embalarse por la cuesta, aunque el ritmo del Trío de Capilla les hace marcar bien el ritmo de las horquillas.
En los mismos sitios se recitan el resto de palabras para las demás estaciones, haciendo el recorrido inverso. Según se acerca la comitiva a la parte baja se aglomera más gente, y el murmullo de las voces se confunde con el del Júcar.
Frente a la puerta del templo, las dos últimas palabras: sepultura y resurrección. El Amarrado vuelve a la iglesia de la Virgen de la Luz. El Vía Crucis ha terminado. La Cuaresma ya ha empezado. Ya huele a Semana Santa en Cuenca.