El reencuentro

Ramón C. Rodríguez Rubio

Y por fin, el reencuentro. Vuelven los días sagrados, las fechas que unen nuestro ser con la infancia, la ruta por la senda empedrada de recuerdos siguiendo al corazón tras la belleza, la cita con el dolor que conduce a la alegría.

Regresará la pasión del Jueves Santo, la inquietud conspirando entre las nubes y el astro redentor que se abre paso encendiendo la mirada hasta el crepúsculo. La imagen venerada emergerá de las entrañas del pasado para llenar de majestad púrpura la hoz entera. Y volverá el encuentro con los viejos hermanos, con la luz inextinguible en el balcón de Aurelio, con el resolí de Antonio y su dulce bienvenida, con la bonhomía intacta del gran Teófilo, el primero de todos nosotros. Regresará la ansiada intimidad bajo el capuz. El camino templará las urgencias de la tarde cuando atravesando el campo de San Francisco, la campana se funda con el tiempo y rememore el origen de todo.

Unas horas antes, la noche se habrá conmovido con el silencio que hace vibrar los olivos que convocados en San Esteban, nos hablan de plegarias y traición, de negación y arrepentimiento. Hay una cercanía de latidos que hermana a todas las almas cuando son reclamadas por el trasiego de los pasos en la curva de la Audiencia, el árbol del amor como testigo asombrado de las multitudes varadas en la contemplación del temblor de la llama en las tulipas. Y en la comunión de los espíritus ávidos de nostalgia que se congregan en la bajada de San Pedro, hay una emoción antigua que los requiere al son de los ecos inefables de las horquillas que lastiman nuestro pecho, mientras en las fachadas absortas se proyecta la sombra de los siglos.

Es la hora del rito y la condena. De nuevo el mar de los tambores remontará el Júcar con su danza, la herida sangrando en los clarines rasgará la tiniebla ensimismada, de nuevo el fulgor del plenilunio y el canto apagado de la fragua, de nuevo un bosque de palillos y el clamor anegando ya la plaza, un haz de misereres escondidos aplazando el grito y la venganza y dónde por la serranía, tan de mañana, San Juan, al compás estremecido, ay que se va, que se va, de Jesús que baila y muere, de nuevo la soledad.

Ya están renovando los banceros su ancestral vocación de ser calvario, al mecer las andas que son cruces sobre el hombro morado de martirio. Y están pidiendo a gritos ya la calle después de un trienio de penumbras, guiones, faroles y estandartes, anunciando al porvenir la buena nueva de los pasos encarando el horizonte, desmintiendo su destino de hornacina, en la ciudad pendiente de un milagro. Cuenca actualiza los prodigios cuando ve llegar el Viernes Santo y un madero amarfilado de agonía desciende acompañando nuestra angustia, cuando el dardo gris de la lanzada enhebra el esplendor del mediodía y la piedad comparece estremecida, envuelta en los espejos del camino.

Retornará la procesión de los susurros a la vera del Huécar. Una madre solitaria, sostenida por los hombros y las almas, velará el espanto del sepulcro, ese cuerpo que ahora yace, derrotado y final, sobre su llanto. Y una cruz irá meciendo su lamento, desnuda ya de estruendo y madrugada, allí donde el rumor de las horquillas es el único consuelo que nos queda frente a la intemperie.

Y por fin el reencuentro. Demasiado tiempo sin poder contemplar la gracia de la esperanza verdecida proclamando la primavera en San Andrés. La vida nos enfrentó a un memorial de ausencias por el que discurrieron verónicas imaginarias mostrando nuestro rostro desolado y amargas soledades que atravesaron los silencios bajo un palio de abismos insondables. Demasiado tiempo sin sentir la maravilla, el momento del soñado privilegio, caminar a su lado por el Peso, aferrado a la caña que nos guía.

El manto del dolor caerá un domingo, la resurrección será renacimiento y la dicha un vuelo de palomas.

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