Hace cien años

La mal llamada gripe española llegó a nuestro país en el mes de mayo de 1918 y pese a que su origen parece situarse en los contagios que los soldados estadounidenses trajeron a Europa al participar en la primera guerra mundial, la España neutral de aquel entonces asumió el apellido de una enfermedad que los gobiernos de coalición en el poder no ocultaron en un afán de transparencia que no guardaron las potencias intervinientes en el conflicto bélico. En su magnífica tesis doctoral “La epidemia de gripe de 1918-1919 en la provincia de Cuenca”, publicada en 2012, Alberto González García señala que los primeros casos alcanzan el territorio nacional a través del tráfico ferroviario de trabajadores de la vendimia francesa que regresaban por la frontera de Irún y se extienden rápidamente a partir de los centros urbanos, en el caso de Cuenca, a través del tren procedente de Madrid. Oficialmente, esta primera oleada de la epidemia se declara por la Junta Provincial el 6 de junio y finaliza el 8 de julio, diluyéndose sus efectos con la plenitud del verano. Su carácter episódico y su mortalidad mínima en la ciudad dieron lugar a que no hubiera gran motivo de alarma entre las autoridades sanitarias, siendo objeto de burlas y chascarrillos por parte de la opinión pública, y de referencias jocosas en la prensa local que bautizó a la epidemia como “La canción del olvido”, la zarzuela del maestro Serrano de moda por aquel entonces, debido a su reestreno madrileño en el mes de marzo, cuya serenata “Soldado de Nápoles” también sirvió como denominación del virus, por ser tan pegadiza como la propia enfermedad.

En la provincia de Cuenca, la segunda oleada de gripe se prolongó entre los meses de septiembre y diciembre, pero en la capital tuvo una incidencia muy leve. La tercera oleada se extendió por España durante los meses de enero y julio de 1919, pero en Cuenca capital, la situación de estado epidémico no se declaró hasta el 26 de febrero, aunque desde un mes antes era “vox populi” la existencia de casos graves por toda la ciudad de la “gripe mata gentes”, como ahora la llamaba el Día de Cuenca, entre los cuales destacó la muerte a los 48 años del célebre periodista y escritor Emilio Sánchez Vera, tras una postración de casi un mes.

La prensa conquense de aquel momento atribuyó la epidemia a razones climáticas relacionadas con la crudeza de las temperaturas y la ausencia de lluvias como factores que acrecentaban la virulencia de los gérmenes habituales. Las medidas de higiene pública inmediata consistieron en el riego de calles, blanqueo de patios, aislamiento en domicilio del enfermo y desinfección individual de las vías respiratorias. Se prohibieron la cría de animales dentro de la ciudad, la circulación de trapo y el lavado de ropa en los ríos. Se instalaron estaciones sanitarias de reconocimiento y desinfección en la Ventilla y en los puentes de San Antón y del Castillo, llegando a ubicarse un lazareto para reconocimiento de viajeros en la estación de ferrocarril. Sin embargo, no se creyó necesario aplicar medidas coercitivas para restringir la movilidad de las personas por considerarse que el brote era benigno, aunque se establecieron recomendaciones individuales para los enfermos, como el hervido de sus ropas y la ventilación de sus habitaciones, y se restringió su cuidado a una sola persona que debía evitar el contacto con sus secreciones nasales y bucales, previniendo a los individuos sanos para que desinfectaran estas vías con frecuencia por medio de gargarismos y soluciones de agua caliente con bicarbonato. Los tratamientos de entonces consistían en purgantes y sangrías sin mayor eficacia, aspirina para los síntomas así como la ingesta de leche y sueros antidiftéricos, y por todos lados florecieron los anuncios de remedios contra el mal que la medicina de entonces no conseguía conjurar.

Durante esta tercera ola de gripe, la costumbre de velar a los muertos y los traslados del ataúd a la iglesia y de allí el cementerio, quedaron prohibidos, realizándose los enterramientos sólo en presencia de los técnicos municipales, y con este pretexto, dada la creencia generalizada acerca de la potencialidad infecciosa de los cadáveres, trató de abolirse para siempre la costumbre conquense de acudir a la capilla mortuoria para dar la cabezada ante los deudos del finado. Se intentó mantener la Iglesia de San Antón, como único templo de la ciudad en el que podía realizarse un pequeño responso al muerto camino del cementerio, pero finalmente esa posibilidad tampoco se llevó a cabo. Aunque no se tienen datos específicos sobre las inhumaciones atribuibles a la epidemia de gripe, sí se tiene constancia de que en el mes de marzo de 1919, se alcanzó el pico máximo de enterramientos, que alcanzó el número de 122, cuando lo normal era que no se superara la cifra de cuarenta, incluso en los peores meses de las oleadas anteriores.

A partir de la segunda oleada de la epidemia, se suspendió el curso escolar y no se decretó su reapertura hasta el inicio del año 1919, después de las navidades, aunque la tercera ola motivó un nuevo cierre durante el mes de marzo, lo cual obligó a que se suprimieran las vacaciones de Semana Santa y se prolongaran las clases hasta el 30 de junio. No ocurrió lo mismo con las fiestas populares cuya celebración no se prohibió con carácter general durante las dos primeras oleadas, si bien la autoridad gubernativa recomendó su retraso. Se vinculan con la incidencia de la primera ola las fiestas que tuvieron lugar en mayo de 1918 con motivo de la apertura de los jardines de la Diputación Provincial o la Fiesta de la Flor organizada en junio por el Ateneo conquense en el teatro Liceo. También se mantuvieron la procesión del Corpus el 30 de mayo, la Feria de San Julián en septiembre y en octubre, la celebración de la festividad de Nuestra Señora del Rosario en la explanada de los Paules. Está asimismo aceptado que la romería de San Antón desarrollada en enero de 1919 contribuyó en gran medida a que la tercera oleada en Cuenca tuviera mayor gravedad que las anteriores, pese a lo cual, las autoridades no volvieron a suspender fiesta alguna, y así, se desarrollaron con normalidad las procesiones de Semana Santa en el mes de abril. Se trataban de evitabar las misas en el interior de las iglesias, pero se favorecía la celebración de procesiones al aire libre y así, tuvo lugar a finales de marzo con presencia de las autoridades y de numerosísimos fieles, un triduo de rogativa para implorar la pronta desaparición de la epidemia, quedando expuestos en la Catedral, la Virgen del Rosario y el cuerpo de San Julián sin descubrir, y se programó una procesión por las calles de la ciudad con las imágenes de San Roque, Jesús del Puente y la Virgen de la Luz, aplazada finalmente hasta el domingo seis de abril, con salida desde la iglesia de El Salvador y llegada hasta el templo de San Antón, la cual tuvo que acelerarse porque a la altura de la calle Mariano Catalina, cayó una gran tormenta que deslució el desfile.

Funcionaron con normalidad en todo momento, los teatros, los cines, los casinos y la hostelería en general, aunque se procedía a la renovación del aire entre función y función y a la desinfección frecuente de hoteles, fondas, tabernas, estancos, tiendas, oficinas públicas y casas de lenocinio, en lo que se interpretó como la evitación de las autoridades de nuevos focos de conflicto con los comerciantes de la ciudad, ya soliviantados por las políticas de fijación de precios que había llevado a cabo la Junta Municipal de Subsistencias, con el fin de evitar la subida desmesurada de los productos de primera necesidad. En general, las ayudas económicas públicas para subvenir a los gastos extraordinarios ocasionados por la epidemia fueron escasas y su insuficiencia hizo necesaria la creación de Juntas de Socorro benéficas en los municipios, acudiéndose en numerosas ocasiones a las aportaciones de los propietarios más acaudalados para socorrer a los enfermos pobres y a las necesidades de material desinfectante. Se organizaron comités recaudatorios en cada uno de los cuatro distritos conquenses, rifas y funciones benéficas con proyecciones en el cine Ideal, llegándose a conseguir la suma de 11.368 pesetas, cuyo reparto quedó a cargo de una comisión formada por un médico, un coadjutor de la parroquia y un miembro de la Junta benéfica, en base a criterios de incidencia de la enfermedad, necesidad económica y religiosidad de la familia. En la provincia, el criterio de distribución de las ayudas fue más político y no obedeció tanto a cuestiones de necesidad pública, como a la influencia de las redes caciquiles y al menor o mayor peso de cada alcalde en la organización provincial. 

La historia se repite cíclicamente en un continuo y eterno retorno.